Las historias que nos contamos: cómo resignificamos el pasado desde nuestra perspectiva
- Juliana Pérez Londoño
- 5 jun
- 4 Min. de lectura
Mis sesiones con Carlos compartían el mismo rasgo. Casi siempre, eran un recuento de todo lo que él había perdido y soportado durante 12 años de matrimonio y, posteriormente, su divorcio. La casa, el carro, los amigos en común, una inversión significativa, tiempo con su hija. Sin importar cuánto tiempo hubiera pasado, Carlos siempre encontraba algo que añadir a la lista. Cuando llegaba nuevamente al final, comprometido con su cometido, volvía y comenzaba. Había una parte de él muy determinada a no olvidar nunca lo que su ex pareja le había quitado.
Un día, lo interrumpí.
—Carlos, ¿y qué ganaste?
Se enfureció. Me miró con recelo y confusión, como si de la nada, yo le estuviera hablando en japonés. Y en parte, así era: su mente había aprendido a hablar fluidamente el lenguaje de la pérdida. Lo que su ex pareja le había "quitado" se había convertido en la estructura de su relato. Lo que lo mantenía unido a una historia que le dolía, sí, pero que al mismo tiempo le daba sentido. Una nueva perspectiva es tan alienígena como hablar un lenguaje que no conoces: tu cerebro no comprende la estructura, no tiene el vocabulario para hacerlo. Por eso la confusión. Por eso es tan difícil.
Y es que cuando hablamos de sanación emocional, muchas veces pensamos en dejar ir. Pero antes de poder soltar, necesitamos entender qué estamos soltando. Y para eso, debemos ponerle nombre. ¿Cómo llamamos a aquello que ya no está? A menudo lo nombramos como "pérdida": de tiempo, de energía, de una versión de nosotras mismas. Y ese acto de nombrar no es neutro: es profundamente transformador.
Pero nombrar la pérdida es solo una parte del camino. Si nos quedamos allí, corremos el riesgo de habitar el relato del dolor como si fuera nuestra única verdad. Por eso, uno de los actos más potentes en terapia es cambiar la narrativa. Y no desde la negación del sufrimiento, sino desde una mirada más amplia: ¿qué aprendiste?, ¿qué descubriste de ti?, ¿qué se fortaleció en el proceso?
En psicología narrativa, se sabe que no son los hechos en sí lo que determina nuestro sufrimiento, sino el sentido que les atribuimos. Michael White y David Epston, creadores de la Terapia Narrativa, propusieron que nuestras vidas están hechas de historias que organizamos para dar coherencia a lo que nos pasa. Cambiar una historia implica cambiar la relación que tenemos con nuestro pasado.
Así, cuando decimos "perdí tiempo en esa relación", estamos estableciendo una narrativa. Una forma de organización emocional que puede ser empoderante o limitante, según desde dónde se diga. Pero si a esa frase le sigue otra como "y aprendí a escucharme, a decir que no, a elegir distinto", la historia se expande. Y la identidad se reconstruye.
Nombrar como acto terapéutico
Daniel Siegel, neuropsiquiatra y autor de Mindsight, sostiene que "lo que se puede nombrar, se puede domar" (name it to tame it). En otras palabras, el simple acto de poner en palabras una experiencia activa regiones del cerebro que nos permiten procesarla desde una mayor integración emocional.
Al nombrar algo como "pérdida", le damos entidad. Lo validamos. Y, curiosamente, esa validación suele ser el primer paso para resignificar.
Por ejemplo, cuando una paciente dice: "Perdí a mi yo alegre en esa relación", está reconociendo una verdad profunda. No está exagerando ni dramatizando. Está tocando una capa emocional que hasta ahora había estado en silencio. Y desde ahí, puede empezar a preguntarse: "¿Cómo puedo recuperar esa parte de mí? ¿Qué gané al salir de allí?"
Las historias que nos contamos a nosotras mismas
Las personas no solo tenemos experiencias; también tenemos interpretaciones. Y muchas veces, esas interpretaciones están cargadas de juicios, culpa o vergüenza. Decir "perdí" puede parecer doloroso, pero también es una forma de reconocer lo que valía para ti. Lo que diste. Lo que esperabas. Lo que no fue correspondido.
Las investigaciones en psicología cognitiva (Beck, 1995) y en teorías de atribución (Weiner, 1985) muestran que la forma en que interpretamos nuestras experiencias pasadas tiene un impacto directo en nuestra autoestima y en la forma en que proyectamos el futuro. Si interpreto una relación fallida como "una prueba de que nadie me elige", eso moldea mi identidad. Pero si la resignifico como "un lugar donde aprendí a poner límites y reconocer mis necesidades", esa experiencia se transforma en fortaleza.
El ejercicio de pérdidas y ganancias: una herramienta para resignificar
Por eso, ejercicios como el Inventario de Pérdidas y Ganancias no solo son una forma de "hacer catarsis". Son una intervención terapéutica en sí misma. Este ejercicio invita a nombrar lo que se fue (ilusiones, tiempo, voz propia, energía emocional), pero también a reconocer lo que quedó y lo que creció: la claridad, la fuerza, la autoestima, la versión más honesta de ti misma.
Desde la psicología positiva (Seligman, 2002) se ha comprobado que el reconocimiento de fortalezas, incluso en contextos dolorosos, ayuda a fortalecer la resiliencia. La escritura expresiva, además, tiene efectos comprobados en la regulación emocional (Pennebaker, 1997).
Cerrar no es olvidar: es comprender
Resignificar una pérdida no es negar el dolor. Es permitirnos ver con más claridad y menos juicio. Es entender que parte de sanar es decir: "Esto lo perdí, y dolió. Pero también esto lo gané, y me transformó."
Las historias que nos contamos pueden limitarnos o liberarnos. Por eso, este tipo de ejercicios no solo sirven para procesar el pasado, sino para abrir nuevos caminos hacia el futuro.

